El legado que nos dejan los grandes genios nos sabe siempre a poco. Aunque se hayan conservado dos centenares de cantatas de Bach, estaríamos dispuestos a hacer lo que fuera para que saliera a la luz siquiera una sola del otro centenar que sabemos que se ha perdido. Sin embargo, muy raras veces afloran verdaderos tesoros, obras maestras enterradas, eslabones esenciales de una cadena que sabemos irremediablemente incompleta. El último descubrimiento importante de música de Bach (los 14 cánones manuscritos sobre las ocho primeras notas del bajo de las Variaciones Goldberg) data de 1974, por ejemplo, y a pesar de que vienen rastreándose desde hace años meticulosa y sistemáticamente archivos y bibliotecas privados y públicos dentro y fuera de Alemania, las posibilidades de que recuperemos algunas de las muchas joyas de la corona engullidas en el tráfago de muertes, herencias, disputas, mudanzas, desidias, incendios y guerras seculares son mínimas.

Dos circunstancias acentúan este afán de querer ser aún más afortunados de lo que ya lo somos en el caso deMozart: su temprana muerte a los 35 años y las variopintas leyendas asociadas a ella, que lo sorprendió, para más inri, en plena composición de un Requiem que quedaría incompleto. Aunque la vida del salzburgués está documentadísima, gracias en buena medida a su prolífica correspondencia, no carece tampoco de zonas de sombra, especialmente concentradas en el último tramo de su vida. Una muerte causada por envenenamiento por un envidioso músico rival fue el punto de partida de la obra teatral Amadeus, de Peter Shaffer, en la que el director Miloš Forman y el productor Saul Zaentz vieron un filón potencial con el que revalidar el éxito popular que habían conseguido con Alguien voló sobre el nido del cuco: no puede ser casual, por ejemplo, que el primer rostro que aparezca en Amadeus sea el que componen las facciones imposibles de Vincent Schiavelli, uno de los personajes de la adaptación cinematográfica de la novela de Ken Kesey.

Miloš Forman participó activamente en la radical metamorfosis que experimentó el texto en su paso del escenario al plató y resulta significativo que tras la escena inicial (el supuesto intento de suicidio de Salieri, aún acosado décadas después por los remordimientos de haber asesinado a Mozart en 1791 y que es descubierto desangrándose por dos de sus criados que han oído sus gritos), el comienzo de la gran analepsis que es en última instancia Amadeus se produzca justamente en un manicomio, lugar de reclusión del anciano compositor en sus últimos días y escenario de su larga confesión a un sacerdote. Nada de esto sucedía en la obra de teatro original, en la que era el público quien era interpelado directamente por Salieri en sus monólogos, pero el éxito tiene un precio y exige una cintura flexible y pocos prejuicios.

La obra de teatro tenía como protagonista indubitado al compositor italiano, con el salzburgués relegado a un papel muy secundario. La transformación en película requirió una nueva vuelta de tuerca al texto original, y esta vez mucho más radical: equilibrando el énfasis en los dos compositores, alterando cuanto hiciera falta en aras de ajustarse a las convenciones a las que obliga todobiopic destinado al gran público, recurriendo a actores estadounidenses poco conocidos en vez de los geniales actores británicos que protagonizaron la obra en el teatro (Paul Scofield, Simon Callow, Ian McKellen) y primando la presencia de la música –de Mozart, no de Salieri, por supuesto– en la trama y en la banda sonora, si bien casi nunca con una función diegética (como narradora ella misma de los hechos), sino meramente ornamental o, lo que es peor, al servicio de los muchos ardides del guión.

Lo que había nacido como una parábola sobre la injusticia que supone la desigual distribución del genio entre los desdichados humanos, sobre los escasos dones de un probo y disciplinado compositor de corte en contraposición a los desmesurados de un jovencito anárquico y ciclotímico, acabó convirtiéndose en una suerte de biografía descafeinada, mentirosa y desordenada del autor de La flauta mágica. Shaffer se cubrió las espaldas en The New York Times al afirmar que “Amadeus no es una biografía llevada a la pantalla, sino una fantasía sobre acontecimientos de la vida de Mozart”. Pero los musicólogos se le echaron igualmente encima, espetándole una larga lista de aberraciones e inexactitudes históricas. Paul Henry Lang, figura respetadísima dentro del gremio, lanzó su anatema: “Amadeus, cualesquiera que sean sus virtudes como entretenimiento, resulta ofensiva en su injusticia tanto hacia Mozart como hacia Salieri, y desgraciadamente brindará a muchos una visión largamente distorsionada de estos compositores [...]. A la larga, Amadeus es un revoltijo de ideas inutilizadas por su tergiversación de hechos documentados, por más que sea habilidosa y esté recubierta de un barniz de brillo cinematográfico”.

El recién fallecido Robert Craft, factótum de Igor Stravinsky y apóstol de la modernidad, eligió las páginas de The New York Review of Books para lanzar una brutal andanada bajo el ingenioso título de B-flat Movie,literalmente "Película en Si bemol", pero, al mismo tiempo, algo así como "Película de menos que serie B", en la que se ensañaba también con el incesante fragmentarismo de la banda sonora: “La música sangra en cada costura, hinchándose, desvaneciéndose, quedándose suspendida a mitad de frase”. Y arremetía asimismo contra el modo de presentar a ambos compositores, pues creía haber percibido en la relación entre ambos un “profundo fervor homoerótico”, ya que “los celos de Mozart que siente Salieri no logran ocultar un deseo de poseerlo, y en una escena tras otra el acicalado, satánicamente sombrío e intenso italiano se revela como el aspirante a seductor del desastrado, frívolo e inocente [austríaco]”. Hasta los pedagogos se levantaron en armas por mor de sus alumnos y Maurice Zam, entonces director del Conservatorio de Los Ángeles, sentenció desde su cátedra: “Amadeus es peligrosa para la salud musical. Puede impedir apreciar la música de Mozart, así como pervertir y emponzoñar la capacidad para la escucha inteligente de todo tipo de música”.

La reciente aparición de una composición conjunta de Mozart y Salieri –de escasa enjundia, a tenor de los pocos compases que se han hecho públicos– demuestra una perfectamente plausible colaboración entre dos compositores activos en un espacio cercano y común, pero nada nos dice tampoco sobre una posible animadversión posterior. No podemos olvidar que Salieri sería profesor, entre otros, de nada menos que Beethoven, Schubert y Liszt, por más que su talento como compositor estuviera muy por debajo del de ellos. O del de Mozart, por supuesto. No hay duda de que uno y otro se trataron en la intimidad, pero tampoco esta pequeña cantata nos permitirá saber si, en su fuero interno, primaron el aprecio y el respeto mutuos o la envidia y el resentimiento. O cualesquiera combinaciones posibles.

Luís Gago

 

Vía:elpais.com