La tumba de Karajan decepciona a quienes esperan encontrarse un mausoleo de mármol o un monumento grandilocuente e bronce. Es una modesta fosa recubierta de tierra y de flores que apenas llama la atención entre los finados del cementerio misterioso de Anif (afueras de Salzburgo). Misterioso porque la oscuridad de la iglesia y el aspecto inquietante del campanario recuerdan la atmósfera nebulosa y grisácea de un cuento de Henry James, aunque Herbert von Karajan (1908-1989) no le tenía miedo a la muerte ni creía particularmente en los fantasmas de ultratumba.

 

Le gustaba, al contrario, bromear con su propio entierro. Empezando por las negociaciones con los distintos  propietarios  de las funeraria austriacas. Uno le pedía cantidades exorbitantes de chelines para hacerse el cenotafio. Otro era menos desmedido en la factura de la lápida, pero cobraba demasiado caro el ataúd. Karajan buscaba una solución espartana. No por racanería ni por modestia. Sino por una convicción que él mismo deslizaba a sus amigos en los chistes de la intimidad: “Total, para tres días….”.

 

Era  el plazo ortodoxo de la resurrección. ¿No era acaso el maestro una encarnación apolínea del foso y de la tarima? ¿Cómo iba a pudrirse herr Karajan entre los crisantemos, la tierra oscura y los gusanos voraces?

 

De hecho, el centenario de su nacimiento se convirtió en una razón y en una excusa para resucitarlo de entre los muertos. Quizá porque ningún colega de profesión ha conseguido ocupar su puesto en estos casi 24 años de  ausencia. O quizá  porque la redondez del centenario es una manera recurrente de reactivar el negocio discográfico e industrial que Karajan había convertido en una marca de calidad y de consumo.

 

Tanto en los tiempos jurásicos del vinilo, relacionados con el sello amarillo de la Deutsche Grammophon, como con el advenimiento del compact disc. Y es que el maestro salzburgués, en efecto, tuvo la dicha de convertirse en el protagonista del primer “cd” comercializado sobre la Tierra.

 

¿Merece la pena detenerse en Salzburgo? La pregunta únicamente admite una respuesta afirmativa. No sólo porque hoy podemos contemplar la ciudad austriaca igual que si fuéramos los tatarabuelos  de Karajan. También porque la personalidad de este enclave pintoresco se ha forjado en la contradicción. Salzburgo es culta y es provinciana, hermosa y misteriosa, católica y esotérica, frívola y enigmática. Aquí nacieron los vástagos angelicales de la familia Trapp, pero también se encuentra, a efectos compensatorios, la tumba de Paracelso y el odio de  Bernhard, cuyos problemas pulmonares le impidieron convertirse en cantante de ópera.

El escritor austriaco, alérgico a la mundanidad,  visitaba clandestinamente el palacio de festivales, sobrenombre de una mayúscula obra de ingeniería en piedra “sustraída” a la montaña titánica que tutela la ciudad.

 

Ahora aglutina el mayor acontecimiento musical del verano europeo. Mérito de sus fundadores pioneros –Max Reinhardt, Richard Strauss- y resultado del impulso que Herbert von Karajan supo darle entre 1956 y el año de su muerte (1989).

 

Es verdad que la impronta comercial del maestro convirtió Salzburgo en un arrabal de refinados mercaderes, pero olfato económico de Herbert y su egocentrismo enfermizo también sirvieron para garantizar la calidad del festival y arraigarlo en la propia historia.

 

II ACTO.- VIENA

 

La muerte de Karajan tuvo como inmediato remedio la dedicatoria de la plaza aledaña a la Opera de Viena. Era una manera de reconocer el vínculo con la capital austriaca y con el teatro mismo, puesto que el niño prodigio de Salzburgo compaginó su debut precoz en la StaatsOper (¡1937!) con el cargo  de director musical plenipotenciario  (1957-1965).

 

Sucedía en el puesto a Karl Böhm. También expiaba un breve periodo de castigo político. Y es que algunos documentos dados a conocer en la posguerra probaban la adhesión de Karajan al Partido Nacionalsocialista.

 

Las viejas simpatías le alejaron de la Filarmónica de Viena, aunque Karajan tendría tiempo de reconciliarse y de volverse a enfadar. Exigía unas condiciones de trabajo, de horarios y entrega  que los maestros de la orquesta no estaban dispuestos a tolerar. Bien porque el divo exageraba en su idolatría o bien porque los filarmónicos se habían garantizado con los años un estatus principesco al que todavía hoy les cuesta renegar.

 

III-ACTO.- BERLIN

 

No es difícil encontrarse con algunas biografías de emergencia que convierten a Karajan en berlinés. Se trata de un error mayúsculo, pero puede juzgarse con indulgencia porque el director austriaco –insistimos en lo de austriaco- permaneció 34 años al frente de la Filarmónica de Berlín e hizo de la orquesta el instrumento de perfección que siempre había soñado.

 

Cuestión de trabajo, de disciplina, de autoridad.  Karajan buscaba u sonido homogéneo, apolíneo, redondo. De hecho, su forma de concebir la experiencia musical llegó a conocerse como el “sonido Karajan”.  Menos teatral que el de Furtwängler, su predecesor en la cátedra berlinesa, pero seguramente más versátil, pulido y elaborado  para los oídos afinados.

 

La comunión con sus músicos, no exenta de algunas controversias históricas –el maestro trató de imponer a una clarinetista de su agrado… físico- requería de un templo a la altura de la misión. Así que Karajan promovió la construcción de la Philarmonie, sobrenombre de un auditorio cálido y prodigioso que merece visitarse  como quien acude a la Meca para comprender la huella del karajanismo y reconocer los símbolos de su fértil herencia.

 

IV ACTO.- SUIZA

 

A Karajan le gustaba conducir su Porsche a 280 y navegar en su barco de vela. Estudiaba como un animal y comía frugalmente, pero no era en absoluto alérgico a las tentaciones materialistas.

Acostumbraba a reposar en la Saint-Tropez de la edad de oro –ahora es la edad de Rusia- y disfrutaba de una casa en Saint-Moritz, ya que de santos se trata.

 

Fue un modo estratégico de acomodarse fiscalmente y de reforzar los vínculos que le unían a Suiza.  Que fueron bastante prematuros,  puesto que ya en 1950 le nombraron  director absoluto del Festival de Lucerna.

 

El acontecimiento veraniego sobrevive en fabulosa salud 61 años después. No sólo por el ajetreo de las mejores orquestas del mundo y porque “se aparece” estivalmente Claudio Abbado. También porque el auditorio al borde del lago construido por Jean Nouvel –hermoso por fuera, funcional por dentro- le ha dado al festival la prosaica infraestructura que requería.

 

Una anécdota –otra- demuestra que Karajan creía en su divinidad. Puede reconstruirse con varios protagonistas, incluso que hasta  la anéctoda sea falsa,  pero normalmente se relaciona con la tertulia que un día compartieron Giulini, Solti y Bernstein.

 

“Me ha dicho Dios que soy el mejor director del mundo”- sentenció Carlo Maria Giulini sin inmutarse.

 

-“Qué raro -respondió Solti-. “Precisamente El se me ha aparecido y me ha asegurado que yo era el número uno porque además de director, soy un excepcional pianista”.

 

-“No lo entiendo -intervino Bernstein-. Dios me comentó anoche que no había dudas sobre mi hegemonía: el mejor director, el mejor pianista, el mejor compositor…”

 

Y, entonces, se apareció Karajan:

 

-Amigos míos, no recuerdo haberos dicho nada.

 

Vía:  http://www.ibermusica.es/blog/

Autor:  Rubén Amón    @Ruben_Amon