Pasó el 25 de abril. Estamos en el 26. Reina la oscuridad en las casas, pero el bullicio y el jolgorio prosiguen aún en las calles. Dentro de los cuarteles, los soldados se preparan para la
marcha. Ya en su casa, inquieto, Rouget se pasea de un lado a otro pensando en cómo empezar la composición. Aún resuenan en sus oídos las frases vibrantes de las proclamas, los discursos, los
brindis: Aux armes, citoyens! Marchons, enfants de la liberté! Écrasons la tyrannie! L’étendard de la guerre est deployé: Pero también recuerda las otras palabras oídas por la calle al pasar, las
charlas de las tabernas y las voces preocupadas de los labradores, que temen por los campos de Francia, que serán asolados y abandonados con sangre si llegan a ser invadidos. Inconscientemente
escribe las primeras líneas, que no son más que un eco, una repetición de aquellos recuerdos:
Allons, enfants de la patrie,
le jour de gloire est arrivé!
Entonces interrumpe su trabajo. El principio suena bien. Ahora falta dar con el ritmo debido, que la melodía corresponda al texto. Echa mano de su violín y ensaya en él unas notas. Continúa
escribiendo apresuradamente, arrastrado ya por la poderosa corriente que le impulsa. En un instante afluyen a su memoria todos los sentimientos desatados en aquella hora decisiva, las palabras
oídas en el banquete, el odio a los tiranos, los temores por la tierra natal, la fe en la victoria, el amor a la libertad. Claude Rouget no necesita inventar ni discurrir; sólo le falta rimar
cuanto ha escuchado aquel día. Ni necesita componer, sólo recordar. el latido del corazón de todo un pueblo. Va escribiendo apresuradamente, y siempre con brío e ímpetu crecientes, las estrofas,
las notas. Tiene dentro de sí la fuerza de un desconocido huracán. Escribe como si un viento impetuoso lo empujara.
Las palabras casualmente escuchadas al pasar entre la gente o casualmente leídas en los periódicos, se convierten en el tema de su creación y forman la letra de una estrofa que acompañó con una
sencilla melodía que jamás imaginó serían universales:
Amour sacré de la patrie,
conduis, soutiens nos bras vengeur;
liberté, liberté chérie,
combats avec tes défenseurs.
Luego escribió la quinta estrofa, la última, que, enlazando las palabras con la música, constituye el final del impresionante himno.Casi al amanecer Rouget apagó las velas y se echó a dormir. No
sabe que ha compuesto un himno inmortal. Sobre la mesa quedó la obra terminada.
Las mañana del 26 trae el eco de los primeros disparos. Ha empezado la guerra. Rouget se despierta con una fuerte resaca. Sabe que le ha ocurrido algo, pero no se acuerda. De pronto mira sobre la
mesa y contempla su obra. «¿Versos? ¿Cuándo escribí yo estos versos? ¿Música, y con anotaciones mías? ¿Cuándo la compuse? ¡Ah, sí, es la canción que me encargó Dietrich, la marcha para los tropas
del Rin!» Lee sus versos, tararea su melodía, pero, a pesar de todo, no se siente demasiado seguro de su obra.
Con la natural impaciencia de todo autor y satisfecho por haber cumplido tan rápidamente su promesa, se encamina a casa del alcalde, al que encuentra dando su habitual paseo matutino por el
jardín.
—¿Ya está compuesta? —se asombra el alcalde al entregarle la obra—. Pues vamos a ensayaría ahora mismo. Y ambos pasan al salón de la residencia. Dietrich se sienta al piano para acompañar y
Rouget canta. Atraída por la inesperada música matinal, entra en la estancia la esposa de Dietrich y promete hacer varias copias de la canción, e incluso, gracias a su excelente preparación
musical, procurarle el acompañamiento para que en la tertulia de aquella misma noche pueda ser estrenada. El alcalde, como buen tenor, se encarga de estudiar el himno, y por fin, esa misma noche
lo canta por vez primera ante una escogida concurrencia. El auditorio aplaudió tibiamente por cortesía, y claro, no faltaron las consabidas felicitaciones al autor.